Mi padre nació el 15 de abril de 1902 en un municipio de Varsovia llamado Grodzisk Mazowiecki, sus padres fueron Rosa y Moisés Zajdman. Tuvieron 3 hijos, siendo el mayor Pinjas; mi abuelo Moisés tenía una fábrica de medias de seda donde mi padre lo ayudaba.
Pinjas estudió la primaria y después en una escuela comercial. En 1918 decidió aventurarse hacia el extranjero, estuvo en la República Checa y en Berlín; cuando llegó a Viena conoció un grupo de Jalutzim que se dirigía a Eretz Israel y decidió unirse a ellos. El movimiento juvenil surgió en Rusia a principios del siglo XX; los preparaban para vivir en la tierra de Israel.
Después del primer Congreso Zionista Mundial organizado por el periodista Theodor Herzel, y de la declaración Balfour (emitida por Gran Bretaña a favor de la creación de una nación judía en Palestina), los jóvenes Jalutzim, se sentían iluminados de esperanza, listos para ir a su nueva patria y trabajar por ella.
A principios de 1919, mi padre se unió al grupo de Jalutzim junto con 1500 compañeros que se embarcaron en Trieste, en el buque carguero de nombre Corinthia. El viaje duró más de 2 meses; la nave se detuvo en todos los puertos itálicos y balcánicos. El primer puerto al que arribaron fue Venecia. Los judíos sefarditas les dieron una calurosa acogida y los festejaron por 3 días. Posteriormente el barco permaneció 10 días en Brindisi pues no había trabajadores quienes cargaran el carbón; terminada la huelga prosiguieron navegando con rumbo a Port Said, ciudad egipcia cerca del Canal de Suez y después pararon en Alejandría.
Unas horas antes de llegar al Puerto de Jaffa, los jóvenes de ambos sexos cantaban y bailaban con entusiasmo ante la emoción y el paisaje. Les dieron la bienvenida y mi padre se hospedó en un hotel; después decidió ir a Jerusalén, a la casa del Sr. Klein, que era Superintendente de la estación del ferrocarril en Jerusalén. Pasó unos días en el lugar y posteriormente (mediante la recomendación y examen físico del Mandato Inglés) le otorgaron en el ferrocarril un puesto de responsabilidad en Lydda.
En ese trabajo tuvo oportunidad de conocer todo el país, visitó nuevos Kibutzim y varios lugares históricos del país: Jerusalén, Haifa, Gaza, Shjem, Jericó, Hebrón, Sfat y Tiberiades. Así se entregó a este nuevo ambiente; su trabajo era intenso pero satisfactorio, con la idea de que estaba construyendo una patria para su pueblo.
Un día después de Pesaj se dispuso a tomar una diligencia donde encontró con Baruj, (joven nacido en Israel que era su compañero de labores en Lydda); de repente vieron venir una multitud de árabes armados con palos y hierros; la gente corría despavorida, era un progrom; ellos se les enfrentaron, y en poco tiempo yacían sobre el suelo muchos judíos golpeados y ensangrentados. Al sentirse rebasados por el sorpresivo ataque, mi padre y Baruj comenzaron a correr, atravesando las líneas enemigas y fueron a dar a un patio donde encontraron al boticario Shalosh; al hombre lo descalabraron y le corría la sangre como un manantial. Los tres subieron por la escalera y tocaron una puerta. Una señora abrió, quiso cerrar la puerta, pero papá la detuvo con el pie, eran puras mujeres árabes. Ellas empezaron a gritar pero los hombres las convencieron de que pudieran lavarse las heridas. Ahora el problema era salir de ahí. Mi padre notó un ropero que estaba cerca de la ventana, se subió en él y brincó por la ventana. Una vez que estuvo a salvo les aventó la llave por la ventana. Al disminuir los disparos y los gritos, salieron a la calle. Tres horas más tarde llegó el regimiento y al fin estableció el orden. Ellos encontraron con alrededor de 50 muertos, que fueron enterrados en el panteón de Tel Aviv. En memoria de aquellos valientes se levantó un monumento y reinó una atmosfera de luto durante algún tiempo en la comunidad.
En aquel entonces hubo un éxodo de las aldeas pequeñas hacia los centros de mayor población como Tel Aviv; para solucionar el problema de habitación, se levantaron tiendas de campaña a donde -como muchos otros- se mudó mi padre. El horario de sus tareas fue cambiado. En lugar de trabajar veinticuatro horas seguidas, trabajaba de ocho a cinco de la tarde.
Al poco tiempo también existió una conspiración en el tren en el que viajaban en la parte de atrás un grupo de árabes y adelante estaban muchos empleados judíos. Empezaron a atacar los árabes poco antes de pasar por una aldea, en donde una multitud coludida con ellos subiría al tren para completar el ataque en contra de viajeros judíos. Al llegar al lugar indicado, el tren empezó a subir la velocidad, gracias a que el Ing. Bartell, que viajaba en el tren y que trabajaba como supervisor de la estación de Lydda, se enteró a tiempo de la conspiración. Con rapidez se trasladó a la máquina, y ordenó al maquinista -también de origen árabe- aumentara la velocidad de la locomotora. Gracias a su oportuna decisión todos se salvaron y pudieron controlar a los árabes revoltosos que iban a bordo. Pasaron algunos meses sin novedad. Mi padre seguía trabajando en Lydda aceptando su destino, pero un día sus superiores lo consideraron indispensable en Rosh Ha Ayin, pues no había quien controlara con eficiencia la creciente estación ferroviaria de esa población.
En su nuevo puesto, papá inició con el mismo entusiasmo sus tareas, haciendo lo posible para cuidarse de no contagiarse del paludismo. Vivía en una pensión con una familia, pero él preparaba y calentaba sus alimentos. Con el tiempo se sintió muy solo, pues el único ser viviente que veía, era un pastor beduino y su rebaño. Su compromiso original era quedarse por un mes, pero sus superiores al ver que no enfermaba lo dejaron más tiempo. Al tercer mes inició la temporada de lluvias y la vida en el lugar se le hizo insoportable. Un día salió de Rosh Ha Ayin a Petah Tikva en medio de un aguacero, la tormenta se soltó y tuvo que continuar su camino por senderos inundados; se quitó los zapatos, se los amarró al cuello, se remangó los pantalones; con un bastón en mano y su sombrero empapado, resbalaba y se hundía en los lodazales tratando de mantener el equilibrio.
Aunque la lluvia no cesó un momento, siguió caminando pero nunca soltó el bastón. Si regresaba presentía que la muerte lo sorprendería, aislado, hambriento o enfermo de paludismo. Tenía que atravesar el río Yarkon. En la peligrosa travesía papá sintió que las fuerzas lo abandonaban y el torrente lo jaló, lo hundió y casi sufrió un desmayo bajo el agua. Sin embargo, vio a lo lejos unos árboles e hizo lo imposible para nadar hacia ellos. Pensó que era el fin, y en ese momento se acordó de una gitana que le había leído las cartas, diciéndole: "Tienes un largo camino, pero cuídate del agua". Al recordar esas palabras reaccionó y haciendo un gran esfuerzo nadó hasta alcanzar una rama de árbol. El oleaje lo aventó y lo alzó por los aires. El impermeable que traía puesto, lo hizo flotar hasta que se desmayó. Un árabe montado en burro lo encontró tirado, lo jaló a la orilla y lo montó atravesado sobre el animal para que arrojara el líquido que había tragado. El amable árabe lo llevó a Petah Tikva donde poco a poco se recuperó de un terrible paludismo con fiebres altísimas; le dieron química por un tiempo para controlar el mal, pero sin curarlo definitivamente; cuando se sintió mejor quería irse a los E.U. para curarse por completo.
Pinjas Zajdman vivió en Israel de los dieciséis a los veintidós años, y el 12 de septiembre de 1923 arribó a Veracruz con un grupo de veinte inmigrantes provenientes de Israel.
Parte 2
Nadie tenía capital y tampoco hablaban español, él llegó el 13 de septiembre y ese mismo día se dirigió a Puebla, donde residía el hermano menor de su amigo Luckerman. Tomó el tren y llegó a media noche a Puebla, después con una diligencia y una dirección escrita que mostró al chofer llegó al lugar, donde una señora le informó que el señor vivía en Jalapa. Mientras tanto rápidamente un chamaquito le quitó la maleta y se fue corriendo; él lo siguió hasta llegar a otra casa de huéspedes donde estaba otro judío de nombre Remstein, quien le aconsejó que se fuera a la Ciudad de México y que pidiera trabajo en la fábrica de medias "La Perfeccionada"; le mandaron su boleto de tren, le hicieron un examen y fue aceptado con un sueldo de $300.00 al mes.
El movimiento revolucionario por el que pasaba el país provocó que las fábricas pararan su producción; en esos momentos de inactividad decidió conocer el país y aprender el idioma. Papá y uno de sus amigos se lanzaron hacia lo desconocido, viajaron en trenes, a caballo, cruzaron ríos a lomo de mulas y acamparon alrededor de las hogueras; así viajaron dos años y medio sin parar.
Las experiencias enriquecieron su espíritu, se convirtió en un gran conocedor de México, tanto de su geografía como de su pueblo; aprendió el español y conoció la sicología promedio de la gente que lo rodeaba; para sobrevivir vendía todo tipo de mercancía y el pueblo veía en él a una persona en la que podían confiar.
Cuando papá llegó a México se enteró que había una Comunidad Judía y por azares del destino contactó con una jovencita que a la postre sería su esposa. Mamá provenía de una familia de optometristas, y papá -como refreí al principio- de fabricantes de medias. Seguramente los 2 asistieron varias veces a la comunidad sin conocerse, pero un día se conocieron cuando él visitó la negociación de mamá, donde se hacían y vendían sellos de goma; ambos se enamoraron y se hicieron novios durante unos 5 años.
En aquel entonces papá no tenía suficiente dinero y mamá lo ayudaba económicamente. Así como era de trabajador, se aventuró a lomo de caballo a vender de pueblo en pueblo calcetines, medias y todos aquellos objetos que la gente necesitaba y que por varias razones no llegaban a esos poblados.
A principios de 1926 papá decidió viajar a los Ángeles California, donde permaneció cerca de seis meses. Gastó sus ahorros y regresó a México con gran experiencia, que lo llevó a comprar 2 máquinas para fabricar medias. Instaló la fábrica que llamó "Medias Kronenberg", y se puso a trabajar como mecánico, empacador y vendedor. Él nunca se imaginó que sería el pionero de una nueva industria y primer fabricante de medias que introdujo a México, el llamadofull fashion,la media femenina perfecta. A final de los años veinte, su capital era suficiente, y decidió contraer matrimonio con mi mamá. Se casaron el 15 de septiembre de 1929 en el casino militar de Donato Guerra número ocho.
Nacieron sus cuatro hijos: Félix, Sara, Manuel y Elena, dos hombres y dos mujeres, yo fui la segunda. Durante varios años fue presidente de la Asociación de Fabricantes del ramo, de donde emergieron algunos millonarios de la Comunidad.
Nosotros vivimos en la colonia Álamos y a la vuelta sobre Calzada de Tlalpan, papá tenía la fábrica de medias en la calle de Algarín; nuestra casa comunicaba con la fábrica mediante un patio trasero. Con el tiempo mi padre decidió vender la fábrica de medias y construir una casa en Emilio Castelar 135 en Polanco. Hacía tiempo había prometido que ofrecería la oportunidad para construir, al muchacho universitario más aplicado de la comunidad. Efectivamente la construyó el Arquitecto Klachky, que por cierto fue su primer trabajo. Los resultados fueron notables, pues la construcción de estilo colonial con cantera labrada, escalera de mármol y pinturas realizadas por el Arquitecto Pujovich, casa que hasta la fecha sigue llamando la atención. Papá prácticamente vivió sus últimos 8 años en esta casa.
Su fuerte adicción al trabajo y gran creatividad -después de vender la fábrica de medias-lo llevaron a dar un gran giro a sus negocios y fundó el "Potrero", otra exitosa industria de alambre de púas y tejidos metálicos, que surtía a toda la República Mexicana. Se facturaban todo tipo de alambrados y bardas para protección de terrenos, resguardo o paso de animales. Durante esta etapa de su vida, tuvo una larga y muy cercana amistad con los hermanos Aboumrad, dueños de un famoso banco y poseedores de infinidad de negocios. Papá se asoció con el hermano mayor, y compraron un terreno en la colonia Santa María La Ribera, dejándole a papá la total responsabilidad de desarrollar un negocio que él juzgara conveniente en aquel terreno. Decidió construir bodegas para rentarlas como espacios a fábricas que necesitaran resguardar empaques o diferentes objetos que necesitaban.
Nuestros padres eran de criterio amplio y sin perjuicios. Tenían cantidad de amistades y la casa de Emilio Castelar siempre estuvo abierta para todos. Hacían banquetes hasta de 50 invitados; adornaban la casa con arreglos florales que mandaban hacer en Xochimilco, siempre acompañados de música que les encantaba. Una vez que nos casamos los hijos mayores, mi madre vendió la casa y ella pidió le construyeran una de un piso en Polanco, frente al Conservatorio de Música.
De mi padre aún recuerdo que en las comidas todos nosotros platicábamos con él, muchas veces para pedirle consejos y opiniones. También recuerdo que cuando se quedaba en casa mucha gente venía a consultarle o para pedirle apoyo financiero. Apoyó a muchísimas personas, pues era una persona espléndida y de gran calidad humana; en todos los casos siempre mostró una actitud discreta. En su trabajo comunitario y por más de seis años cumplió una función como Presidente del Patronato del Colegio Israelita de México, pues era muy amigo del Director el Profesor Meyer Berger. Esta fue la Institución más querida por mi padre; en su gestión se compró un terreno para construir el edificio escolar y un terreno para campo deportivo; además el donó los laboratorios de Física, Química y Biología.
Los viajes de nuestros padres fueron muchos. En el año 1951 cuando sin imaginarlo hicieron el último de ellos. Fue a Israel -tierra a la cual mi padre estuvo muy ligado y le profesaba inmenso cariño-, al haber sido de los primeros pioneros, tenía amigos inolvidables a quienes dejó de ver durante largo tiempo mientras vivía en México. Para él fue inolvidable el Colegio Neve Hadassa y la Villa Kfar Hanoar Hatzioni creada para niños huérfanos de la guerra, donde donó talleres para que los niños trabajaran. En agradecimiento, los directivos le construyeron un monumento.
Casi al regresar de ese inolvidable viaje, papá empezó a sentirse mal, y mamá decidió llevarlo a Rochester, pues en el Hospital Hadassa, no existían medicamentos suficientes y efectivos para lo que lo aquejaba. Nos fuimos a reunir con ellos a Rochester donde lo operaron, pero el pronóstico médico no era bueno, y nos informaron que le quedaban tan solo unos meses de vida; al poco tiempo el cáncer avanzó y mi padre decidió regresar a México y alquilar una casa con jardín en Cuernavaca, para sentirse más tranquilo y tratar de alejarse de sus preocupaciones.
Cuando agravó quiso que mamá lo llevara para morir a la ciudad de los Ángeles. Mientras, lo internamos en un hospital y a los pocos (el 29 de noviembre de 1952) falleció, un hombre de 50 años, que aún tenía la vida por delante. Lo despedimos en el lugar donde siempre había soñado vivir. No vivió, pero quedo enterrado en un panteón de esa ciudad, al igual que muchos años después, enterraríamos a nuestra mamá.